DIVERSIDAD FAMILIAR. HOMOPARENTALIDAD
DRA. ANA MARIA MONTALTO
7° ASESORIA DE MENORES E INCAPACES
A L A M F P y O N A F
La sanción de la ley 26618 (nota) de Matrimonio Civil -conocida como “Ley de Matrimonio Igualitario”-, que introduce el matrimonio entre personas del mismo sexo, ha despertado los más acalorados debates entre nuestros doctrinarios, en tanto reformula la institución sobre la cual se asentó y construyó todo el derecho de familia argentino y, con ella, conmueve -en sentido positivo, a mi juicio- los cimientos heteronormativos sobre los cuales se consolidaron la filiación biológica y la adoptiva.
Desde esta perspectiva, sería lógico pensar que una vez sancionada la ley, los esfuerzos doctrinarios estarían abocados a formular propuestas en aras de precisar ciertos contenidos, mejorar incongruencias y aportar soluciones a problemáticas no reguladas expresamente (por ejemplo, en materia de fertilización asistida).
Sin embargo, más allá de sendos trabajos publicados en esta dirección, se advierte la persistencia de ciertas voces disidentes que han motivado estas breves líneas, cuya finalidad es formular algunas reflexiones o revisiones de la teoría relativa a la inexistencia del matrimonio, con la intención de enriquecer los aportes efectuados por quienes han criticado la norma y fortalecer un intercambio de ideas que afortunadamente ha dado muestras de tolerancia y respeto mutuo.
Tradicionalmente la doctrina ha distinguido entre las denominadas condiciones de existencia y condiciones de validez del acto jurídico matrimonial. Mientras que las últimas se refieren a los presupuestos que la ley exige para que el acto jurídico matrimonial produzca, en plenitud, sus efectos propios, las primeras se alzan como los elementos estructurales que hacen a la formación del acto. La falta o defecto de aquéllas lleva a la nulidad del matrimonio, conforme a lo regulado por los arts. 219 y ss., CCiv. En cambio, la ausencia de alguno de los elementos estructurales determina su inexistencia. Estos elementos estructurales fueron plasmados en el art. 14, ley 2393, por la cual era “indispensable para la existencia del matrimonio el consentimiento de los contrayentes (nota), expresado ante el oficial público encargado del Registro Civil”, y reproducidos -con algunos agregados- por la ley 23515 en el art. 172 del Código, que hasta hace poco tiempo prescribía: “Es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por hombre y mujer (nota) ante la autoridad competente para celebrarlo”.
A la luz de esta norma, había coincidencia doctrinaria en que las condiciones de existencia o elementos estructurales del matrimonio eran los siguientes: a) la diversidad de sexos; b) la prestación del pleno y libre consentimiento de los contrayentes en forma personal (con excepción de lo relativo al matrimonio a distancia, regulado en el art. 173); y c) la intervención del oficial público del Registro Civil en la recepción del consentimiento de los contrayentes. En otras palabras, y en lo que aquí interesa, hasta la sanción de la ley 26618 la inexistencia del matrimonio ante la identidad de sexos de los contrayentes había sido sostenida de manera prácticamente unánime por los autores nacionales (nota) como uno de los núcleos duros del derecho matrimonial.
Ahora bien, la teoría de la inexistencia del matrimonio frente a la ausencia de determinados presupuestos que se consideran estructurales no es más que una construcción doctrinaria (el mapa al que alude Borges) elaborada a partir de lo previsto en su momento por el citado art. 14, ley 2393 y luego por el art. 172, CCiv. Pero tras la reforma de la ley 26618 el nuevo art. 172 actualmente reza: “Es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por ambos contrayentes ante la autoridad competente para celebrarlo. El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo. El acto que careciere de alguno de estos requisitos no producirá efectos civiles aunque las partes hubieran obrado de buena fe, salvo lo dispuesto en el artículo siguiente”.
De la nueva redacción de la norma resulta evidente que se mantienen sólo dos elementos que hacen a la existencia del acto matrimonial: a) el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por ambos contrayentes; y b) la intervención del oficial público del Registro Civil en la recepción de este consentimiento.
Sin embargo, esta conclusión irrefutable desde una interpretación lógica del actual art. 172 del Código ha sido discutida por algunos autores, quienes, ponderando otros argumentos, todavía sostienen la inexistencia del matrimonio celebrado entre personas del mismo sexo.
Así, por ejemplo, Mazzinghi señala que aun cuando tras la sanción de la ley 26618 “la existencia del matrimonio no se subordine expresamente al varón y la mujer, esa verdad permanece… Aunque se haya eliminado el requisito del art. 172, el matrimonio celebrado por personas del mismo sexo, será inexistente, carecerá de entidad, porque, aunque el legislador lo admita, su implantación es un alzamiento contra los datos de la realidad, una rebelión contra la naturaleza de las cosas, que no es modificable por una ley. La inexistencia del matrimonio, pues, funcionará como una red destinada a impedir que un extravío legislativo, redunde en la ruina de la institución. Los jueces tendrán siempre a mano la posibilidad de declarar inexistentes los matrimonios entre personas del mismo sexo. Encontrarán, para sustentar tales pronunciamientos, la congruencia de una doctrina que se expresa sin fisuras al respeto” (nota). Independientemente del apoyo o rechazo personal hacia la nueva ley, estas conclusiones me preocupan.
En primer lugar, porque nada hay más “antinatural” que una ley: las normas jurídicas son convenciones que los seres humanos emiten en determinado momento de su historia a los fines de regular los comportamientos sociales, y precisamente tienden a modificar la “naturaleza de las cosas”, de modo, por ejemplo, de disuadir las conductas instintivas que caracterizan a los animales -incluidos los seres humanos- hacia la destrucción del otro, el asesinato, el incesto, el canibalismo, etc. No hay nada más cultural que una ley; tan es así, que habiendo nacido la homosexualidad naturalmente con el mismo hombre, y pese a décadas de luchas y reclamos por parte de la comunidad de gays y lesbianas, recién en el año 2010 -precisamente a raíz de una mayor aceptación cultural- las parejas del mismo sexo han merecido reconocimiento jurídico en cuanto a su derecho a formar una familia. Por otra parte, no parece haber nada “natural” en el matrimonio: lo natural es el amor, la inclinación por mantener relaciones sexuales, el agrupamiento entre los seres vivos por razones diversas (de supervivencia, seguridad, afecto, etc.), incluso la “familia” en este sentido amplio, no el matrimonio en sí, institución de neto corte sociocultural.
Pero además, ni la “verdad”, ni la “realidad” ni la “naturaleza” han sido fuentes inspiradoras de la teoría de la inexistencia del matrimonio en la doctrina civil. Esta construcción teórica emerge de los requisitos impuestos por el legislador en el art. 172, CCiv. En particular, la diversidad de sexos como requisito explícito fue agregada por la ley 23515, porque, evidentemente, nuestros representantes del año 1987 quisieron aclarar lo que a la época de la sanción de la ley 2393 no era necesario. “El matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer”, precisaron los artífices de la Ley de Divorcio Vincular, pues los avances de los reclamos de la comunidad homosexual en el resto del mundo permitían inferir que en un futuro no muy lejano se plantearía la disyuntiva de permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y así se hizo, de modo que, al igual que su antecesora, la ley 26618 eliminó otro requisito o elemento estructurante del acto matrimonial: en su momento fue la indisolubilidad del vínculo, ahora es la diversidad sexual.
El matrimonio, como toda institución social y cultural, se caracteriza por su dinamismo y contextualidad histórica y geográfica: en el Código de Vélez sólo era tal la unión religiosa e indisoluble entre un hombre y una mujer; diez años después, a partir de la sanción de la ley 2393, la unión indisoluble entre un hombre y una mujer celebrada ante el oficial del Registro Civil; cien años más tarde, con la reforma introducida por la ley 23515, la unión entre un hombre y una mujer llevada a cabo en las mismas condiciones formales; en la actualidad, a raíz de la ley 26618, es la unión entre dos personas que prestan su consentimiento en forma personal ante el oficial público. Dados estos dos requisitos, no es posible ya hablar de inexistencia del matrimonio.
Y ello, además, por cuanto la doctrina que suele citarse para avalar esta postura es anterior a la reforma introducida por la ley 26618. Pero aunque así no lo fuera, la doctrina, como fuente del derecho, ocupa un lugar muy relevante, pero nunca puede estar por encima de la Ley, y me refiero no sólo al Código Civil, sino a todo el ordenamiento jurídico. La única forma de dejar sin efecto la aplicación de una ley es declarando su inconstitucionalidad, cuestión descartada en el caso de la ley 26618, si se observa que no es posible alegar que su implementación vulnere los derechos reconocidos en la Constitución Nacional y los instrumentos internacionales de derechos humanos. En tal orden de ideas, se ha expresado que “La ley 26618 se configura como una garantía de desarrollo progresivo del derecho a la no discriminación en el campo de determinación del derecho fundamental y humano a conformar una familia. Esto implica que no existe una decisión legislativa que intenta superar una situación de colisión de derechos ponderando que uno tiene más peso que el otro según determinadas circunstancias. No hay otro derecho enfrente sobre el cual la Ley de Matrimonio Igualitario prevalezca” (nota).
Ya fuera de lo normado por el art. 172, también se ha sustentado la inexistencia del matrimonio contraído entre personas del mismo sexo a la luz de la definición de los fines u objeto de esta institución. En tal sentido, el mismo Mazzinghi expresa: “El legislador no puede impedir que las cosas sean como son. Y por eso no puede -no sólo no debe, sino que no puede- darle el alcance de matrimonio a una unión de personas no aptas, por su identidad de sexos, para alcanzar los fines de aquella institución. Tales fines están reconocidos por la sabiduría popular (que halla eco en la ciencia jurídica), y se identifican con la búsqueda de la plenitud del otro cónyuge; la transmisión de la vida a través de la unión amorosa de los cuerpos; la educación de la prole nacida de tal unión… La plenitud implica un desarrollo objetivamente mensurable de la persona, que incluye la posibilidad de superar las fronteras del tiempo, a través de las generaciones por venir. Uno está insertado en la historia por provenir de quienes le han dado la vida, y se inscribe en ella cuando, a su vez, convoca, a través del amor humano, una nueva generación”.
A su vez, Basset observa que “desde una perspectiva netamente civilista”, “dichos matrimonios seguirán siendo inexistentes por falta de objeto aprobado el texto proyectado”. De la ley 26618 “dimana la inexorable inexistencia de los matrimonios contraídos entre personas del mismo sexo, en virtud de la ausencia de uno de sus elementos estructurales, a saber: el objeto… El asunto radica en lo siguiente: el objeto del matrimonio es el consorcio de toda la vida”. Esta idea de matrimonio “sigue subsistente con las modificaciones que propone el proyecto CD 13/2010 (nota), toda vez que el legislador se limitó a modificar quiénes pueden contraer y no el objeto del matrimonio. La imposibilidad de cumplimiento del objeto, en virtud de la ausencia de bipartición sexual, se produce fundamentalmente en tres planos: i) en la imposibilidad de cumplir el objeto mismo en el plano de la consumación matrimonial, signo material del consorcio; ii) en la imposibilidad de cumplir con algunos deberes derivados de la esencia de objeto matrimonial; y iii) en la imposibilidad de cumplir con las dimensiones sociales y políticas del matrimonio. Esta imposibilidad del objeto se proyecta sobre el acto jurídico del consentimiento (matrimonio in fieri) y sobre el estado matrimonial institucional, que no sólo no puede nacer por falta de consentimiento válido, sino que en sí mismo carece de sustancia por no verificarse el objeto material y formal del matrimonio… el afecto, la homoafectividad o la heteroafectividad no son un elemento esencial del matrimonio, y por eso es insustancial su mención en orden a constituir un vínculo que califique para la unión matrimonial. Éste ha sido uno de los principales malentendidos que han recorrido las exposiciones de algunos publicistas. Lo que define al matrimonio no es el afecto sino el consorcio. Los sentimientos vienen y van, el consorcio es una decisión vital permanente y obligatoria para ambos cónyuges. La causa eficiente del matrimonio no es la afectividad, sino el consentimiento libre y pleno, en referencia al objeto material y formal del matrimonio”. Desde esta perspectiva, la autora acentúa la inexistencia del matrimonio celebrado entre personas del mismo sexo por la ausencia de “inherente potencialidad o apertura procreativa”, la imposibilidad de cumplir con los deberes de “exclusividad, fidelidad, asistencia mutua y cohabitación” (por la supuesta infidelidad que caracteriza a este tipo de uniones), y la “imposibilidad derivada de la dimensión política y social del consorcio matrimonial”, como institución “sustancialmente altruista, diseñada como un bien público que concentra cargas sobre los contrayentes, en orden a la posteridad, el activismo solicita derechos para el ejercicio gozoso de su compañía mutua”. Y ello, en tanto “El matrimonio no se trata de una relación privada y disponible sino de una relación indisponible”.
Desde hace años la doctrina se ha encargado de definir el objeto o fines del matrimonio. Bien digo, han sido también estas construcciones doctrinarias, pues ni el Código Civil en su texto original ni las leyes 2393 y 23515 se han ocupado de hacerlo. ¿Podía sostenerse por ello que el matrimonio celebrado bajo el manto de tales legislaciones era inexistente? ¿Lo es el matrimonio esencialmente disoluble que surge del art. 230, CCiv.? Resulta difícil pensar que este tipo de matrimonio es una relación indisponible, altruista y “que concentra cargas sobre los contrayentes en orden a la posteridad”, pues la misma ley permite a las partes “disponer” de los deberes y derechos emergentes de tal relación al solicitar el divorcio vincular o, incluso, la separación personal. Afortunadamente, en las sociedades modernas, el matrimonio dejó de ser un “sacrificio altruista”, para convertirse en una institución que otorga derechos y obligaciones a quienes optan por sujetarse a ella por las razones más variadas.
Es cierto, la doctrina civilista ha definido el objeto del matrimonio, procurando distinguir los fines individuales o particulares de los sociales “inherentes” a esta institución. Así se ha dicho que “Los fines normales del matrimonio son la satisfacción del amor, la mutua compañía y asistencia, la procreación y la educación de los hijos. Decimos normales porque no siempre se procuran todos ellos; así, por ejemplo, los matrimonios entre ancianos o in extremis no contemplan la procreación” (nota). Pero en general, estos fines u objeto “social” del matrimonio se han explicitado -más allá de cualquier creencia o convicción- desde la perspectiva del ordenamiento jurídico. Al respecto se ha aseverado que “Las legislaciones civiles no hacen referencia a los fines del matrimonio, lo que se explica en razón de su irrelevancia jurídica, aunque no por eso debe dejar de considerarse que los fines del matrimonio sean similares a los del matrimonio canónico” (nota). Y que aunque las legislaciones civiles no establecen expresamente los fines matrimoniales, “los mismos resultan de la imposición de los deberes conyugales, ya que éstos constituyen conductas legalmente exigibles en función del bien común” (nota).
Es más, Zannoni ha señalado expresamente que como todo acto jurídico, el matrimonio “presupone a sujetos puestos en relación a un objeto en razón de determinados fines jurídicamente (nota) considerados” (conf. art. 944, CCiv.), “los cuales son imperativos para los contrayentes, es decir, cuya disponibilidad escapa a la autonomía de la voluntad”. En otras palabras, “no podrían los contrayentes estipular, para su matrimonio, objetos que exceden los que, estatutariamente, se infieren del derecho positivo o de los principios generales… En nuestro derecho positivo, enfocada la cuestión a nivel de ideas generales, el matrimonio tiene por objeto -en el sentido jurídico expuesto-: la satisfacción estable, y exclusivamente entre los cónyuges, de la necesidad sexual, la fidelidad, la asistencia material y moral recíprocas (arts. 198 a 200, CCiv.) y la cohabitación. La ley positiva no describe -a diferencia de la legislación canónica- el objeto del matrimonio, pero los bienes a que él tiende resultan de los contenidos… No por eso dichos contenidos (deberes-derechos recíprocos de los esposos) constituyen el objeto del matrimonio. Los contenidos sirven a la consecución de los bienes jurídicos y a afectos de actuar la relación jurídica matrimonial” (nota).
Dicho de otro modo, en términos jurídicos no es posible hablar del “objeto” del matrimonio de manera universal o unívoca. A lo sumo puede hacerse referencia a los contenidos del matrimonio, en orden a los derechos y deberes emergentes del Código Civil, que también difícilmente puedan considerarse universales si se advierte la vaguedad conceptual de ideas tales como “fidelidad” (nota) o “asistencia”. Tan es así, que expresamente el propio ordenamiento al definir las injurias graves como causal de divorcio (producto del incumplimiento de estos deberes) indica que “Para su apreciación el juez tomará en consideración la educación, posición social y demás circunstancias de hecho que puedan presentarse”.
Como mucho, desde una perspectiva netamente jurídica y ajena a cualquier apreciación personal, moral o confesional en torno de los fines de la institución matrimonial, podría llegar a afirmarse que el objeto o fin social del matrimonio -como adelantan algunos de los autores citados- se relaciona con la idea de “bien común”, entendido éste como sinónimo del pleno ejercicio de los derechos fundamentales en un contexto signado por el pluralismo, la diversidad y la tolerancia (nota). Así lo ha considerado nuestro Máximo Tribunal en el caso “Asociación Lucha por la Identidad Travesti, `Transexual v. Inspección General de Justicia'”, de fecha 21/11/2006, donde, en el marco del debate de los alcances del derecho a asociarse, se puso de resalto que “el `bien común’ no es una abstracción independiente de las personas o un espíritu colectivo diferente de éstas y menos aún lo que la mayoría considere `común’ excluyendo a las minorías, sino que simple y sencillamente es el bien de todas las personas, las que suelen agruparse según intereses dispares, contando con que toda sociedad contemporánea es necesariamente plural, esto es, compuesta por personas con diferentes preferencias, visiones del mundo, intereses, proyectos, ideas, etc. Sea que se conciba a la sociedad como sistema o como equilibrio conflictivo, lo cierto es que en tanto las agrupaciones operen lícitamente facilitan la normalización de las demandas (desde perspectiva sistémica) o de reglas para zanjar los conflictos (desde visión conflictivista). Desde cualquiera de las interpretaciones -la normalización para unos o la estabilización para otros- produce un beneficio para la totalidad de las personas, o sea, para el `bien común'” (nota).
En definitiva, lo expuesto me permite concluir -sin hesitaciones- que la reforma introducida por la ley 26618 determina la necesidad de revisar la teoría de la inexistencia del matrimonio, construcción teórica doctrinaria que debe redefinirse, considerando únicamente dos presupuestos estructurales del acto matrimonial: a) el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por ambos contrayentes; y b) la intervención del oficial público del Registro Civil en la recepción de este consentimiento. Los argumentos esgrimidos en contrario, sea recurriendo a la idea de la naturaleza o a la del objeto del matrimonio, no logran conmover la claridad que emana de la actual redacción del art. 172, CCiv.
No pueden aceptarse razones de orden religioso. Por más que el matrimonio homosexual sea contrario a las enseñanzas de un determinado credo, la circunstancia de que éste sea profesado por la mayoría de la población no puede dar lugar a que la legislación civil deba seguir sus criterios.
Tampoco son valederos argumentos exagerados, como el de que la admisión del matrimonio homosexual abra la vía a la admisión de otras aberraciones, como el matrimonio grupal o la unión sexual de personas con animales. Se trata de simples especulaciones sin fundamento alguno.
Igualmente inconducente es hacer hincapié en la forzosa esterilidad de las parejas del mismo sexo. Si bien la procreación es uno de los fines del matrimonio, la imposibilidad material de procrear no impide su celebración ni afecta su validez, y lejos estamos de los tiempos bíblicos en que crecer y multiplicarse era necesario para la conservación de la especie, y aun de los alberdianos en que gobernar era poblar, el panorama etnográfico y económico actual se muestra más cercano a las catastróficas previsiones malthusianas. Aun cuando no pueda afirmarse que la población mundial haya crecido en proporción geométrica y los recursos en proporción aritmética, tampoco se puede desconocer el grave peligro que representa el persistente aumento poblacional, con el consiguiente riesgo de destrucción del medio ambiente y, en definitiva, de la vida en el planeta. Por lo demás, que a los homosexuales se les impida casarse entre sí no significa en modo alguno que ellos se vayan a inclinar por contraer un matrimonio heterosexual y procrear descendencia.
En cuanto a la posible afectación de la familia basada en el tradicional matrimonio heterosexual, no se comprende bien de qué puede resultar puesto que la formación de parejas homosexuales convivientes o no convivientes entra en el margen de libertad de las acciones privadas de los hombres que asegura el art. 19, CN. Además, es más que obvio que en esta materia las costumbres de otros no inciden sobre la propia.
Tampoco es cierto que los tratados internacionales con valor constitucional en nuestro país impongan la heterosexualidad del matrimonio. Así, el art. 16, párr. 1, Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobado por la asamblea de las Naciones Unidas en 1948, dice que “los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho… a casarse y fundar una familia”; el art. 17, párr. 2, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que “se reconoce el derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio y fundar una familia…”; y el art. 23, párr. 2, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que “se reconoce el derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen edad para ello”. Pero ninguno de ellos dice expresamente que el matrimonio deba celebrarse entre un hombre y una mujer, como tampoco dice lo contrario, ya que en la época de su adopción la posibilidad de matrimonio entre dos personas del mismo sexo no era ni siquiera una fantasía de la mente más afiebrada.
En el campo opuesto, se ha insistido en crear la figura del “matrimonio igualitario”, la cual carece de sentido ya que no está aquí en juego la igualdad ante la ley puesto que, como ha afirmado a lo largo de toda su existencia la Corte Suprema de Justicia, inclusive con apoyo en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “el principio de igualdad de todas las personas ante la ley no es otra cosa que ‘el derecho a que no se establezcan excepciones o privilegios que excluyan a unos de lo que se concede a otros en iguales circunstancias’ (González, Joaquín V., `Manual de la Constitución Argentina’, Ed. Estrada, 1898, n. 107, p. 126). No todo tratamiento jurídico diferente es propiamente discriminatorio porque no toda distinción de trato puede considerarse ofensiva de la dignidad humana. Existen ciertas desigualdades de hecho que pueden traducirse en desigualdades justificadas de tratamiento jurídico, que expresen una proporcionada relación entre las diferencias objetivas y los fines de la norma (Corte IDH, opinión consultiva OC 4/1984 del 19/1/1984, serie A, n. 4, cap. IV, párrs. 56 a 58)” (nota). Por tanto, “no lesionan el derecho de igualdad las distinciones efectuadas por el legislador para supuestos que se estimen diferentes, en tanto no sean arbitrarias, ni obedezcan a propósitos de injusta persecución o indebido privilegio, sino a una causa objetiva que dé fundamento al diferente tratamiento” (nota).
Todas esas razones se conjugan para llegar a la conclusión de que la prohibición de matrimonio entre personas del mismo sexo no viola la igualdad ante la ley que asegura el art. 16 de la Constitución. Con las citadas palabras de los tribunales superiores en el orden nacional y en el interamericano, no media excepción ni privilegio que excluya a unos de lo que se concede a otros en iguales circunstancias porque ni se trata de un privilegio de las parejas heterosexuales ni son las mismas las circunstancias de dos personas del mismo sexo que las de dos personas de sexo diferente. Se trata de una desigualdad de hecho que no ha sido impuesta por la ley sino que nace de la sexualidad del género humano, que le es común con todos los animales superiores, lo que justifica la desigualdad jurídica porque expresa una proporcionada relación entre las diferencias objetivas y los fines de la norma. No mediaba arbitrariedad ni propósito de injusta persecución o indebido privilegio sino una causa objetiva que daba fundamento al diferente tratamiento.
Y si no hay igualdad de circunstancias entre la pareja heterosexual y la homosexual, no hay discriminación. En este aspecto, resulta ilustrativo un reciente fallo de la Corte Europea de Derechos Humanos, que desecha la idea de que la negación de acceso al matrimonio a las parejas homosexuales la constituya. La Corte, que ya había aceptado que la relación sexual y emocional de una pareja del mismo sexo constituye “vida privada”, en ese caso admitió además que configurara “vida familiar” -expresión utilizada por el art. 8, Convención Europea de Derechos Humanos- y en consecuencia mereciera la protección otorgada por el derecho comunitario. Pero juzgó que para esa protección bastaba con la alternativa del partenariado registrado, que confería un estatus legal igual o similar al matrimonio, pues no existía consenso entre la mayoría de los estados europeos para otorgar al matrimonio homosexual la condición de matrimonio; y que, al no observarse que las diferencias entre éste y aquél afectasen directamente a los reclamantes, no podía considerarse que mediara discriminación (nota).
Tan propia de la naturaleza humana es la circunstancia de que los sexos sean a la vez distintos y complementarios que a todo lo largo de la historia del género humano el matrimonio no ha sido otra cosa sino la consagración jurídica de la unión entre aquéllos, lo que hace que sea falsa la extensión de la denominación a una situación diferente, que hasta hace pocas décadas no había recibido esa consagración en ningún orden jurídico, y no precisamente porque la homosexualidad hubiese sido ignorada. Por tanto, no puedo menos que compartir la opinión de un autor francés, que expresa que la dualidad de sexos como exigencia fundamental para el matrimonio “procede, costumbre inmemorial, de una evidencia milenaria. La dualidad de los sexos es el postulado de todo el derecho del matrimonio” (nota).
Luego, es la razón y no la religión lo que sobre la base de la naturaleza humana hace del matrimonio una institución basada en la diversidad de sexos de sus integrantes. El legislador es impotente para modificar esa realidad calificando de matrimonio a la unión homosexual; así como no puede decretar que un reptil se convierta en mamífero, tampoco puede convertir en matrimonio lo que no lo es. Igualar a la unión homosexual con la unión de los sexos es un artificio y no un acto destinado a poner fin a una supuesta discriminación.
Por último, la sentimentaloide invocación a que el amor tanto puede existir entre personas de distinto sexo como entre otras del mismo, nada tiene que hacer aquí. Si resulta aconsejable que se llegue a la celebración del matrimonio por amor, ni su ausencia es causa de nulidad del acto ni su desaparición es causal de divorcio en tanto no se traduzca en injurias. El matrimonio civil es la regulación jurídica de las relaciones intersexuales, y no otra cosa.
Pero a tanto llega la arrogancia legislativa, que al modificar el art. 220, inc. 1, CCiv., en el art. 6 de la ley se establece como causa de caducidad de la acción de nulidad del matrimonio por falta de la edad legal el hecho de que “los cónyuges, …cualquiera fuese la edad, si hubieren concebido”. Esa redacción, aunque basada en su sentimiento de omnipotencia, lleva a una norma que supone que no sólo la mujer sino también el hombre pueda concebir. Es que sin llegar a la definición de concebir del diccionario de la Real Academia Española en su tercera acepción (nota), que puede ser aceptable para un español pero resulta brutal o malsonante para un americano, es perfectamente claro que la mujer concibe y el hombre engendra, por lo que si en el matrimonio homosexual femenino una de las mujeres -por medio de la inseminación natural o artificial con semen de un tercero- puede concebir, en el homosexual masculino no hay concepción posible y en el heterosexual únicamente puede concebir la esposa. El legislador no puede modificar la naturaleza decretando que una norma legal puede hacer que el hombre conciba. Su afán por la igualdad no es suficiente a ese fin.
Si se quería dotar también a las parejas homosexuales de protección o de regulación jurídica no era necesario entremezclar situaciones dispares sino que bastaba con hacer lo que han hecho hasta ahora países del primer mundo, con Francia a la cabeza: regular la unión homosexual mediante el pacto civil de solidaridad (nota) o, como se lo denomina en otros países, el partenariado registrado, con normas adecuadas de índole contractual y no institucional.
En otro aspecto, causa alarma la opinión vertida en un artículo periodístico de que “el matrimonio gay es una tendencia imparable, no tanto por consideraciones éticas sino por motivos económicos. El turismo gay constituye alrededor del 15% del mercado turístico mundial, según estimaciones, y pocos países perderán la oportunidad de perderlo”. Como también lo causa la información de que, según la Secretaría de Turismo de México, los gays gastan más dinero en vacaciones que los heterosexuales, por lo que su país busca activamente ganar ese mercado ya que el turismo gay estadounidense, por sí solo, reporta 6500 millones de dólares anuales. La conclusión del artículo es que “lo que empezó como una cruzada por los derechos civiles terminará imponiéndose por razones económicas” (nota).
Realmente, por mal camino va el mundo si se deja que la economía prevalezca por sobre la ética.
II. LA NORMA BÁSICA: EL ART. 172, CCIV.
Al introducirse en 1888 el matrimonio civil en la legislación argentina, se incluyó la norma del art. 14, Ley de Matrimonio Civil 2393, que dispuso: “Es indispensable para la existencia del matrimonio el consentimiento de los contrayentes, expresado ante el oficial público encargado del Registro Civil. El acto que careciere de alguno de estos requisitos, no producirá efectos civiles, aun cuando las partes tuviesen buena fe”.
De tal modo, a fin de consolidar la trascendental innovación, dicha ley se proponía poner el acento en la consideración del matrimonio civil como el único con efectos jurídicos, eliminando de tal modo la posibilidad de que se los reconociese al puramente religioso; rigor que se acentuaba en el art. 110, que establecía severas sanciones -incluso penales- para los ministros, pastores o sacerdotes, de cualquier religión o secta que procedieran a la celebración de un matrimonio religioso, sin tener a la vista el acta de matrimonio civil (nota). Se ponía así en línea con la doctrina francesa de la época, en la cual predominaba el criterio de que era innecesario que la ley estableciera el requisito de diversidad de sexos porque un requisito tan esencial no necesitaba ser incluido expresamente ya que no podía producir efectos jurídicos el supuestamente celebrado por personas del mismo sexo, fuese por considerarlo inexistente o por admitir la existencia de nulidades virtuales (nota); criterio seguido últimamente por la Corte de Casación al confirmar el fallo de las jurisdicciones inferiores que consideraba nulo un matrimonio homosexual celebrado por el alcalde de la comuna de B?es, al afirmar rotundamente que según la ley francesa el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, principio que no está contradicho por ninguna de las disposiciones de la Convención Europea de Derechos Humanos ni de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (nota). De ahí que importante doctrina argentina de los siglos XIX y XX, cuya posición compartí, sostuviera que éste era un supuesto de inexistencia del matrimonio (nota).
Esa opinión doctrinal fue llevada por la ley 23515 al art. 172, CCiv., que quedó así redactado: “Es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por hombre y mujer ante la autoridad competente para celebrarlo. El acto que careciere de alguno de estos requisitos no producirá efectos civiles aunque las partes hubieran obrado de buena fe, salvo lo dispuesto en el artículo siguiente”. Fuera de la indebida inclusión en el texto -motivada por la desacertada inserción propuesta por el entonces senador Fernando de la Rúa- de la referencia al carácter “pleno y libre” del consentimiento, que es un requisito de validez y no de existencia del acto, la innovación fue hacer referencia a su expresión por hombre y mujer, que dejaba bien en claro que la identidad de sexos también era un motivo de inexistencia. Parecería que en ese momento el legislador previó un futuro que poco o nada se avizoraba y decidió excluir expresamente los eventuales efectos jurídicos de un matrimonio homosexual.
Finalmente, el art. 1, ley 26618 implica un cambio copernicano al consagrar la indiferencia por el sexo de los contrayentes en los siguientes términos:
“Es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por ambos contrayentes ante la autoridad competente para celebrarlo.
“El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.
“El acto que careciere de alguno de estos requisitos no producirá efectos civiles aunque las partes hubieran obrado de buena fe, salvo lo dispuesto en el artículo siguiente”.
Indudablemente, esta disposición está inspirada en el texto vigente del Código Civil español, cuyo art. 44, con el párr. 2 incluido por la ley 13/2005, dispone:
“El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio conforme a las disposiciones de este Código.
“El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo”.
Como puede verse, la modificación consiste en sustituir la referencia a hombre y mujer por contrayentes y en añadir un segundo párrafo, evidentemente tomado de la ley española.
Es ésta la regla básica de la reforma, con arreglo a la cual se modifican sólo formalmente, para adaptarlos a la neutralidad de sexo, los arts. 144, inc. 1, 188, 264, inc. 1, 264 ter, 272, 287, 291, 294, 296, 307, 324, 332, 354, 355, 356, 360, 476, 478, 1275, inc. 2, 1299, 1300, 1301, 1315, 1358, 2560, 3292, 3969 y 3970. Las reformas restantes del Código y de leyes especiales merecen consideración aparte, aunque los legisladores se hayan equivocado creyendo que simplemente implicaban esa adaptación.
Se añade a ella la norma complementaria del art. 42 de la ley, que establece: “Todas las referencias a la institución del matrimonio que contiene nuestro ordenamiento jurídico se entenderán aplicables tanto al matrimonio constituido por dos personas del mismo sexo como al constituido por dos personas de distinto sexo. Los integrantes de las familias cuyo origen sea un matrimonio constituido por dos personas del mismo sexo, así como un matrimonio constituido por dos personas de distinto sexo, tendrán los mismos derechos y obligaciones. Ninguna norma del ordenamiento jurídico argentino podrá ser interpretada ni aplicada en el sentido de limitar, restringir, excluir o suprimir el ejercicio o goce de los mismos derechos y obligaciones, tanto al matrimonio constituido por personas del mismo sexo como al formado por dos personas de distinto sexo”.
III. LOS DEBERES Y DERECHOS DE LOS CÓNYUGES
Puesto que para la nueva ley matrimonio heterosexual y matrimonio homosexual son la misma cosa, también serán los mismos los derechos y deberes de los cónyuges… Habrá, pues, entre los homosexuales casados entre sí, deberes de fidelidad, asistencia, alimentos, cohabitación, y débito conyugal.
Pero esto da lugar a situaciones paradojales. En primer lugar, un mismo hecho produce consecuencias distintas según que se trate de pareja heterosexual u homosexual. La pretensión de que la esposa acceda a prácticas antinaturales fue considerada desde hace mucho tiempo como una injuria grave (nota); en el matrimonio homosexual, al menos en el masculino, la pretensión de que el otro esposo acceda a prácticas antinaturales será simplemente el cumplimiento del débito conyugal. Es que en el matrimonio heterosexual éste consiste en el deber de prestarse a las relaciones sexuales con el otro cónyuge, el cual sólo permite exigir que esas relaciones se entablen de manera normal (nota). Pero en la pareja homosexual eso es materialmente imposible.
En otro aspecto, en el matrimonio heterosexual han sido consideradas injurias graves la homosexualidad del marido (nota) o la vinculación de la esposa con otra mujer, aun no probada la homosexualidad, si da pábulo a comentarios escandalosos en desmedro de la dignidad del marido (nota). En el homosexual, ¿la heterosexualidad de uno de los integrantes o la vinculación con otra persona de distinto sexo, si da pábulo a comentarios escandalosos en desmedro de la dignidad del cónyuge, serán injurias graves? La respuesta afirmativa a estos interrogantes implicaría que el derecho condenara la unión normal de los sexos.
IV. EL NOMBRE DE LAS PERSONAS CASADAS
El art. 8, ley 18248, según el texto adoptado por la ley 23515, respetando a la vez una costumbre arraigada en el país desde la época colonial y el principio de igualdad jurídica de los cónyuges, establecía que “será optativo para la mujer casada, añadir a su apellido el del marido, precedido por la preposición `de'”.
La nueva ley aclara que esa opción vale únicamente para la mujer casada con un hombre. Ni se ha decidido a suprimir toda referencia al tema para imponer que cada uno de los cónyuges lleve su propio apellido, que no tiene por qué cambiar por el matrimonio, ni se ha plegado a legislaciones más modernas que dan opción a los esposos de elegir un apellido común. No obstante, justo es reconocer que en este último caso se correría el riesgo de consolidar la nueva costumbre de que las mujeres casadas se hagan conocer por el apellido de sus esposos, lo que constituye un fuerte golpe a la igualdad jurídica.
Agrega también un segundo párrafo conforme al cual “en caso de matrimonio entre personas del mismo sexo, será optativo para cada cónyuge añadir a su apellido el de su cónyuge, precedido por la preposición `de'”. No sé si la opción conferida ingresará en las costumbres de los homosexuales, pero hacerlo en este momento puede resultar grotesco.
El art. 9 de la misma ley, primer y segundo párrafos, que alude al caso de separación personal, resulta modificado para aclarar que se trata de la mujer casada con un hombre.
Se agregan dos nuevos párrafos, el tercero y el cuarto, que contemplan el caso del matrimonio homosexual dando una solución similar, así redactados:
“Decretada la separación personal, será optativo para cada cónyuge de un matrimonio entre personas del mismo sexo llevar el apellido del otro.
“Cuando existieren motivos graves, los jueces, a pedido de uno de los cónyuges, podrán prohibir al otro separado el uso del apellido marital. Si el cónyuge hubiere optado por usarlo, decretado el divorcio vincular perderá tal derecho, salvo acuerdo en contrario o que por el ejercicio de su industria, comercio o profesión fuese conocida/o [sic] por aquél y solicitare conservarlo para sus actividades”.
En el art. 10, referente al caso de viudez, se sustituye la expresión “la viuda” por “la viuda o el viudo”, que quedan ambos autorizados a requerir ante el Registro del Estado Civil la supresión del apellido marital. Por una parte, se mantiene el error de la norma originaria, pues no se sabe por qué se da esa facultad al registro si no hay anotación alguna que deba ser modificada: el matrimonio no se anota marginalmente al acta de nacimiento, que es el instrumento del cual resultan el nombre y el apellido. Por otro, hay una inconsecuencia en el caso de matrimonio homosexual femenino puesto que no puede haber apellido “marital” si no hay marido. En todo caso, debió haberse dicho “apellido del cónyuge”.
V. LA NULIDAD DEL MATRIMONIO POR FALTA DE EDAD LEGAL
El art. 220, inc. 1, referente a la acción de nulidad del matrimonio por falta de edad legal, es modificado para adaptarlo a la neutralidad sexual impresa al matrimonio. La tercera parte del inciso ha quedado ahora redactada así: “No podrá demandarse la nulidad después de que el cónyuge o los cónyuges hubieren llegado a la edad legal si hubiesen continuado la cohabitación, o, cualquiera fuese la edad, si hubieren concebido”.
Dejando a un lado la extraña posibilidad de que menores de edad contraigan matrimonio homosexual, lo cierto es que quien redactó esta disposición ignora el significado del verbo “concebir”. Como expresé más arriba, quien concibe es la mujer, no el hombre, y utilizar el verbo en plural es un sinsentido pues no pueden concebir dos mujeres a la vez. Bien se refirió Vélez Sársfield en el art. 70 del texto originario del Código a “la concepción en el seno materno”. En consecuencia, que los cónyuges “hubieren concebido” es tan imposible en el matrimonio homosexual como en el heterosexual.
Habrá que entender, pues, que en el matrimonio heterosexual nada ha cambiado: debe leerse el texto como el anterior. Pero en el homosexual masculino el hecho que provoca la caducidad de la acción no puede ocurrir por la simple razón de que la naturaleza (sí, ¡la naturaleza!) hace que el hombre no pueda concebir porque no tiene útero ni gónadas que produzcan óvulos susceptibles de ser fertilizados. Y en el homosexual femenino puede presentarse otra situación paradojal: si la mujer menor de edad tiene relaciones sexuales con un hombre y queda embarazada, ¡el hecho extingue la acción de nulidad de su matrimonio, que no precisamente había sido contraído con ese hombre!
VI. EFECTOS DE LA SEPARACIÓN Y DEL DIVORCIO: GUARDA DE LOS HIJOS
No cambia el primer párrafo del art. 206. Se mantiene, pues, la regla de que si uno de los cónyuges “tuviese hijos de ambos a su cargo, se aplicarán las disposiciones relativas al régimen de patria potestad”. Por cierto, la norma también es clara si se trata de matrimonio heterosexual. Si es homosexual, se aplicará a los hijos adoptivos ya que también la naturaleza (¡otra vez la naturaleza!) impide -en el femenino, al menos por ahora, y mientras no se practique, legal o ilegalmente, la clonación del óvulo de una de las mujeres con una célula cualquiera del cuerpo de la otra- que haya hijos biológicos de una pareja de personas del mismo sexo.
En la segunda parte, en cambio, se innova separando los supuestos de matrimonio heterosexual y homosexual respecto de los menores de cinco años. Es aquí donde, precisamente, la diferencia es relativamente justificable. Si bien nada cambiará en la interpretación judicial, puesto que en ambos casos, igual que en el de los mayores de cinco años, lo que importa -y lo que ha importado siempre a los jueces- es el interés del menor, bastaba entonces con una regla general que se atuviera a éste. En definitiva, si el juez debe elegir al cónyuge más idóneo es porque ello resulta beneficioso para el menor, y, a la inversa, el interés del menor aconseja elegir al cónyuge más idóneo. La supuesta inconstitucionalidad de la norma relativa a los hijos menores de cinco años de matrimonios homosexuales (nota) resulta injustificada por falta de interés en su declaración ya que no sienta un principio absoluto sino limitado por el mejor interés del menor.
Resta aclarar que, como una pareja de personas del mismo sexo no puede tener hijos biológicos, en el matrimonio homosexual estas reglas se aplican a los adoptados. Por la misma razón, en dicho matrimonio los cónyuges no son los progenitores, de manera que la última parte del artículo -que no altera la norma antes en vigor, según la cual los mayores de cinco años, a falta de acuerdo, quedarán a cargo de aquel a quien el juez considere más idóneo- se aplica a los adoptantes, no a los progenitores.
VII. LAS DONACIONES NUPCIALES
La regla del art. 1217, inc. 3 del Código, resulta ampliada al permitir en las donaciones matrimoniales no sólo las que el esposo hiciere a la esposa sino “las donaciones que un futuro cónyuge hiciere al otro”.
Fuera de la inutilidad de la disposición dentro de un régimen legal imperativo, y su notoria ausencia de uso en nuestro país, se abandona el criterio de Vélez Sársfield, expuesto en la nota al título “De la sociedad conyugal”, según el cual la donación de la esposa al esposo “importaría sólo comprar un marido”. De la reforma en adelante, es lícito comprar un esposo o una esposa.
Consecuentemente, se modifica el art. 212, referente a la revocación de las donaciones matrimoniales por el cónyuge inocente en caso de separación o divorcio por culpa de uno solo de los esposos, para adaptarla a la posibilidad de su realización en todos los casos. El nuevo texto dice: “El cónyuge que no dio causa a la separación personal, y que no demandó ésta en los supuestos que prevén los arts. 203 y 204, podrá revocar las donaciones hechas al otro cónyuge en convención matrimonial”.
VIII. LAS DONACIONES A TERCEROS
La modificación del art. 1807, inc. 2 del Código, parecería una simple adaptación a la posibilidad de matrimonio homosexual. Sin embargo, al decir que no pueden hacer donaciones “el cónyuge, sin el consentimiento del otro, o autorización suplementaria del juez, de los bienes raíces del matrimonio”, tiene las siguientes implicaciones:
1) Se adapta al principio de igualdad jurídica de los cónyuges, pues en el matrimonio heterosexual se aplica a la esposa la misma prohibición que al marido.
2) La reiteración de los términos de la disposición originaria no puede significar sino el mantenimiento del criterio de que para las donaciones de inmuebles gananciales no es suficiente con el “asentimiento” del otro cónyuge sino que es necesario el “consentimiento”. Vale decir, que no se trata solamente de su conformidad sino que debe actuar como parte también donante a pesar de no tener el dominio de la cosa. Con otra interpretación, la norma sería inútil ya que bastaría con el art. 1277. Pero subsiste una incoherencia: puesto que el consentimiento es un elemento esencial de los contratos, es inconcebible que pueda ser suplido por una autorización judicial. Mala práctica es la utilizada en el mencionado artículo, que usa “consentimiento” en un sentido distinto del correcto en técnica jurídica.
IX. EL DERECHO SUCESORIO DEL CÓNYUGE SUPÉRSTITE
El art. 3576 bis, CCiv. legisla el derecho sucesorio de la viuda sin hijos en las sucesiones de los suegros. Independientemente de cuál sea la esencia jurídica de ese derecho, no puede aplicarse tal cual a la viudez del matrimonio homosexual, en el cual no hay necesariamente una viuda (ya que puede haber un viudo) ni tampoco un esposo prefallecido (pues puede haber una esposa prefallecida).
La norma debe ser interpretada, pues, conforme al art. 42 de la ley, más arriba transcripto.
Sin embargo, la aplicación de esa disposición plantea una duda: ¿se aplica solamente a la mujer viuda de una mujer o también al hombre viudo de un hombre? Ambas respuestas son discriminatorias. Si se aplica únicamente a la primera, se discrimina en contra del segundo. Si se aplica también al segundo, se discrimina al viudo del matrimonio heterosexual en relación con el viudo del matrimonio homosexual.
Cierto es que se ha sostenido, incluso se ha fallado, que el art. 3576 bis es inconstitucional porque discrimina al viudo respecto de la viuda, pero a mi juicio las discriminaciones a favor de la mujer no están prohibidas por el derecho internacional, que tienden a elevar a la mujer a la misma condición jurídica que al hombre pero no a la inversa. Luego, la única solución radica en modificar la norma o derogarla.
X. EL APELLIDO DE LOS ADOPTADOS
Sin que quede lugar a ninguna duda de que los matrimonios homosexuales pueden adoptar, el nuevo art. 326 regula el apellido de los adoptados en ese supuesto.
Para ello, se agregan dos nuevas cláusulas al segundo párrafo, las cuales dicen así: “En caso [de] que los cónyuges sean de un mismo sexo, a pedido de éstos podrá el adoptado llevar el apellido compuesto del cónyuge del cual tuviera el primer apellido o agregar al primero de éste, el primero del otro. Si no hubiere acuerdo acerca de qué apellido llevará el adoptado, si ha de ser compuesto, o sobre cómo se integrará, los apellidos se ordenarán alfabéticamente”.
Se trata de una solución específica para el adoptado por dos mujeres o por dos hombres.
Además, se agrega al art. 12, ley 18248 el siguiente párrafo: “Si se tratare de una mujer o un hombre casada/o con una persona del mismo sexo cuyo cónyuge no adoptare al menor, llevará el apellido de soltera/o del adoptante, a menos que el cónyuge autorizare expresamente a imponerle su apellido. Cuando la adoptante fuere viuda o viudo, el adoptado llevará su apellido de soltera/o, salvo que existieren causas justificadas para imponerle el de casada/o”.
Dejemos a un lado la tontería de ignorar que en el idioma español, como por lo menos en todos los latinos, el género masculino se utiliza para comprender a ambos géneros, solución que no es discriminatoria sino gramaticalmente correcta; de otro modo, más discriminatorios lo serían pero a favor del género femenino los superfluos “casada/o” y “soltera/o” por colocar primero a aquél en lugar de igualarlos, lo que en este caso es imposible. Pero lo que resulta extraño es que fuera del caso de viudez el adoptado lleve el apellido del padrastro o la madrastra y no el del adoptante.
XI. EL APELLIDO EN LA FILIACIÓN MATRIMONIAL
Son modificados los arts. 36, inc. c, ley 26413, y 4, ley 18248.
En el primero, que enuncia los requisitos de las inscripciones de nacimiento, se añade que deberá hacerse mención “en el caso de hijos de matrimonios entre personas del mismo sexo, el nombre y apellido de la madre y su cónyuge, y tipo y número de los respectivos documentos de identidad”.
En el segundo, referente al apellido de los hijos extramatrimoniales, se agregan en el primer párrafo, las siguientes reglas: “Los hijos matrimoniales de cónyuges del mismo sexo llevarán el primer apellido de alguno de ellos. A pedido de éstos podrá inscribirse el apellido compuesto del cónyuge del cual tuviera el primer apellido o agregarse el del otro cónyuge. Si no hubiera acuerdo acerca de qué apellido llevará el adoptado, si ha de ser compuesto, o sobre cómo se integrará, los apellidos se ordenarán alfabéticamente. Si el interesado deseare llevar el apellido compuesto del cónyuge del cual tuviera el primer apellido, o el del otro cónyuge, podrá solicitarlo ante el Registro del Estado Civil desde los 18 años”. Además, se añade un párrafo según el cual “todos los hijos deben llevar el apellido y la integración compuesta que se hubiera decidido para el primero de los hijos”.
Resulta difícil comprender cuál es el sentido de estas disposiciones puesto que los hijos matrimoniales son hijos biológicos y los matrimonios homosexuales sólo pueden tener hijos adoptivos. La regulación del apellido de estos últimos aparece en el nuevo art. 326. Parecería que el legislador se ha empeñado una vez más, exacerbando la supuesta igualdad, en vencer a la naturaleza estatuyendo que dos personas del mismo sexo pueden procrear.
Es que, como afirma Zannoni, media “una inevitable discriminación entre el matrimonio homosexual y el heterosexual: el primero no puede engendrar biológicamente hijos comunes. Y esto, a su vez, puede provocar nuevas discriminaciones en perjuicio de los hijos que, por esa razón, nacen huérfanos de padre o de madre” (nota).
Cabe señalar aquí que la ley holandesa -la primera que admitió el matrimonio homosexual y la que más lo reglamenta- no incurre en el dislate de suponer que haya hijos biológicos de dos homosexuales. Allí el matrimonio homosexual no crea vínculos de filiación. El hijo de uno de los cónyuges, puesto que no se puede ser hijo biológico de los dos, no lo es del otro salvo que sea adoptado (nota).
XII. LA PROCREACIÓN FUERA DEL MATRIMONIO
Frente a las disposiciones superfluas o sin aplicación posible, se ha omitido regular la filiación de los hijos que durante el matrimonio homosexual pudiere tener uno de los cónyuges con un tercero.
No parece haber ningún problema si uno de los integrantes del matrimonio homosexual masculino procrea con una mujer, porque entonces pueden aplicarse las normas de la determinación de la filiación extramatrimonial. En cambio, si en el matrimonio homosexual femenino una de sus integrantes concibe por la relación sexual con un hombre o por inseminación artificial, resulta inaplicable la presunción de paternidad del art. 243, CCiv. por la simple razón de que aquélla no tiene marido sino esposa.
A falta de regla legal que regule estas situaciones, no cabe sino llegar a la conclusión de que el hijo así nacido es pariente por afinidad del cónyuge de su padre o de su madre, es decir, hijastro y no hijo. Si no está determinada la filiación con el progenitor ajeno al matrimonio homosexual, nada obsta a que pueda reclamar el reconocimiento de su vínculo con éste; una solución contraria implicaría una grave discriminación contra el hijo, que quedaría privado del derecho de reclamar su filiación paterna o materna por el hecho de que la madre o el padre, respectivamente, estén unidos en matrimonio homosexual (nota).
Ello no impide que la esposa de la madre o el esposo del padre puedan adoptar al hijo de su cónyuge, caso en el cual la adopción no puede sino ser simple, de manera que el vínculo familiar se establecería únicamente con el adoptante o la adoptante y no con los parientes de éstos (nota).
En cuanto a los hijos de uno y otro de los cónyuges del mismo sexo, no son hermanos ni medio hermanos puesto que no tienen ninguno de los progenitores biológicos en común (nota).
XIII. INCIDENCIA SOBRE OTRAS RAMAS DEL DERECHO
a) Derecho tributario
Las arcaicas normas de la Ley de Impuesto a las Ganancias referentes a los beneficios gananciales se ajustan al régimen de comunidad de gestión marital con bienes reservados a la mujer de la ley 11357 mas no al vigente de comunidad de gestión separada (art. 1276, CCiv. reformado por la ley 17711). El art. 28 comienza por establecer que “las disposiciones del Código Civil sobre el carácter ganancial de los beneficios de los cónyuges no rigen a los fines del impuesto a las ganancias”. Luego, del art. 30 resulta que a los fines de este impuesto “corresponde atribuir totalmente al marido los beneficios de bienes gananciales, excepto: a) que se trate de bienes adquiridos por la mujer en las condiciones señaladas en el inc. c del artículo anterior (es decir, `con el producto del ejercicio de su profesión, oficio, empleo comercio o industria’); b) que exista separación judicial de bienes; c) que la administración de los bienes gananciales la tenga la mujer en virtud de una resolución judicial”. Independiente de la necesidad de poner al día estas normas, adaptándolas a la ley vigente y a la realidad actual de independencia patrimonial de la mujer casada, ellas resultan claramente inaplicables al matrimonio homosexual, pues en éste siempre habrá dos maridos o dos esposas pero no un marido y una mujer. La única conclusión posible resulta, entonces, la de que en el matrimonio homosexual se imponen separadamente las ganancias de cada uno de los cónyuges.
b) Derecho del trabajo y de la previsión social
Ninguna duda cabe de que las normas laborales y previsionales referentes al matrimonio se aplicarán tanto al matrimonio heterosexual como al matrimonio homosexual.
Sin embargo, una situación dudosa puede plantearse en la convivencia homosexual de hecho. Parecería que la expresión “conviviente” del art. 53, incs. c y d, ley 24241, que resulta tan sexualmente neutra como la de “cónyuge”, tiene que comprender no sólo a los convivientes de distinto sexo sino también a la de los del mismo sexo.
c) Derecho penal
Parecería que no se ha tenido para nada en cuenta la posible incidencia de la reforma sobre el derecho penal.
Me refiero concretamente al delito de corrupción de menores contemplado en el art. 125, CPen. (ley 25087) -conforme al cual “el que promoviere o facilitare la corrupción de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima, será reprimido con reclusión o prisión de tres a diez años”- ya que se encuentra bastante arraigado en doctrina y jurisprudencia el criterio de que la incitación a la homosexualidad, al menos si consigue sus fines, es configurativa de ese delito.
Así, entendía Núñez que “promueve la corrupción de un menor quien lo hace víctima, aunque consentidora, de conductas sexualmente anormales (nota) por su materialidad o de expresiones de significado sexualmente anormal o que tienen capacidad para despertar en el menor una temprana o excesiva sexualidad” (nota).
Levene enseñaba que “Existe corrupción cuando se realizan actos que, con un significado sexual, tienen aptitud para lograr una alteración o modificación de las tendencias sexuales normales de la víctima…” (nota).
Por su parte, Fontán Balestra, sin expresar claramente su propia opinión, reseña la jurisprudencia que ha considerado hechos corruptores “la actividad del procesado que mantuvo en tres o cuatro ocasiones relaciones sexuales por vía anal, asumiendo el rol pasivo, con un menor de edad mayor de 12 y menor de 18 años (C. Crim. Cap. Fed., sala 3ª, Boletín de Jurisprudencia, 1986-XX-51); la conducta de quien acarició las piernas y el pene del menor, a quien de tal modo hizo eyacular (íd., sala 2ª, causa 29.400, del 7/5/1985); el coito anal y bucal con menores de edad cometido por su guardador (C. Crim. Cap. Fed., sala 3ª, causa `More, Justo A.’, del 2/8/1984; similar, sala 6ª, ED 144-326); succionar el miembro viril a un menor de 16 años, aunque se trate de un hecho aislado (C. Crim. Cap. Fed., sala 5ª, causa `Rojas, Pedro’, del 4/7/1985)” (nota).
En otros fallos, se afirma lo mismo. Así, un tribunal mendocino se pronunció en un caso en que tres menores inexpertos habían sido invitados a mantener relaciones sexuales por un sujeto mayor de edad, que los había entusiasmado con la promesa de entrega de dinero y los había excitado mostrándoles revistas de contenido pornográfico, afirmó que “no cabe duda que la promoción de la actividad sexual entre hombres se erige en una clara manifestación de conducta corruptora enderezada a poner en peligro la sana y normal fisiología sexual” (nota).
Parecería que para el legislador, si la homosexualidad puede derivar en matrimonio, la incitación a practicarla por quienes no largo tiempo después podrán legalmente casarse no constituye corrupción.
d) Derecho administrativo. La objeción de conciencia
Se ha sostenido que “un funcionario de registro civil puede ejercer su derecho a negarse a casar parejas del mismo sexo fundado en la objeción de conciencia, como podría un médico de un hospital público negarse a practicar un aborto o un maestro a enseñar contenidos aberrantes en el aula” (nota).
En mi opinión, no es así. El médico que se niega a practicar un aborto en los casos en que el derecho lo autoriza no puede ser obligado a participar en un acto en el cual desempeña un papel protagónico, es parte en él aunque se trate de un acto material y no de un acto jurídico, como igualmente el maestro en el hipotético caso en que se lo obligase a enseñar algo aberrante (en la opinión común y no sólo en la suya propia). En cambio, el funcionario del registro civil no está obligado a casarse con una persona del mismo sexo; únicamente debe cumplir lo que la ley le manda verificando la observancia de los requisitos legales y el consentimiento de los contrayentes, y declarándolos unidos en matrimonio. No es parte de un acto supuestamente complejo sino el otorgante de un acto administrativo que está obligado a realizar porque en él su voluntad no juega (nota) y constituye una obligación inherente a su empleo.
XIV. DERECHO TRANSITORIO. MATRIMONIOS AUTORIZADOS ANTES DE LA LEY
La sanción de la ley que consagra el matrimonio neutro plantea dos problemas de derecho transitorio, uno interno y otro internacional.
En el primer caso, la ley nueva no es apta para convalidar retroactivamente actos jurídicos que estaban vedados por el ordenamiento legal anterior. Es aplicable el art. 3, segunda parte, Código Civil, según el cual las leyes “no tienen efecto retroactivo, sean o no de orden público, salvo disposición en contrario”, que no la hay. Por lo tanto, tales matrimonios continuarán siendo inexistentes, ya que su validez no puede resultar de la comisión de un acto ilícito por funcionarios públicos.
En cuanto a los matrimonios homosexuales celebrados en el extranjero, que con anterioridad consideré inexistentes para el derecho argentino (nota), resulta de aplicación la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia según la cual la eficacia del matrimonio celebrado legítimamente en país extranjero no puede ser desconocida en el país si el orden público internacional argentino ha dejado de tener aplicación (nota).
NOTAS:
Fallos 322:2701.
Fallos 317:1764.
Corte Europea de Derechos Humanos, 24/6/2010, causa 30.141/04, “Schalk y Kopf v. Austria”, publicada en JA, t. 2010-III, ejemplar del 8/9/2010, con mi nota “La Corte Europea y el matrimonio homosexual”.
Cornu, Gérard, “Droit civil. La famille”, 9ª ed., Ed. Montchrestien, París, 2007, p. 274, nota 40.
Diccionario de la Lengua Española: concebir, tercera acepción:… Dicho de una hembra: quedar preñada.
Ver mis artículos “El concubinato y el pacto civil de solidaridad en el derecho francés”, LL 2000-C-1100, y “Evolución del pacto civil de solidaridad francés”, LL 2009-B-805.
Oppenheimer, Andrés, “El auge del matrimonio gay”, en La Nación del 10/8/2010.
“Art. 110.- Los ministros, pastores o sacerdotes, de cualquier religión o secta que procedieran a la celebración de un matrimonio religioso, sin tener a la vista el acta a que se refiere el art. 40, estarán sujetos a las responsabilidades establecidas por el art. 147, CPen., y si desempeñasen oficio público serán separados de él”. La sanción del art. 147 era la de arresto de tres meses a un año.
Lamarche, Marie y Lemouland, Jean-Jacques, “Mariage (3º sanctions de l’inobservation des conditions de formation)”, en Encyclopédie juridique Dalloz, Répertoire de droit civil, ns. 13 a 24.
Corte de Casación, 1ª sala civil, causa 05-16.627 del 13/3/2007, Dalloz, 2007-1389. “Art. 75, párr. final, CCiv.: “Él (el oficial público) recibirá de cada parte, una después de la otra, la declaración de que quieren tomarse por marido y mujer…”.
Machado, José Olegario, “Exposición y comentario del Código Civil argentino”, t. I, Buenos Aires, 1898, ps. 278 y 279, texto; Prayones, Eduardo, “Derecho de Familia”, Buenos Aires, 1914, n. 52, ps. 111 y 112; Rébora, Juan Carlos, “Instituciones de la familia”, t. II, º 4, ns. 1 a 6; Fassi, Santiago C., “De la inexistencia y de la nulidad del matrimonio”, en “Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de La Plata”, La Plata, 1962, p. 57, ns. 20 a 24; Cornejo, Raúl J., “Un aspecto de la teoría del matrimonio putativo”, Buenos Aires, 1945, ns. 14 a 22; Cordeiro Álvarez, Ernesto, “El acto jurídico inexistente”, Córdoba, 1942; López del Carril, Julio J., “Inscripción de partidas de matrimonio extranjeras en el Registro Civil”, JA 1961-II-600, cap. V; Borda, Guillermo A., “Familia”, t. I, 1ª ed., Buenos Aires, 1955, ns. 167 y 168; Mazzinghi, Jorge A., “Derecho de familia”, t. I, 1ª ed., Buenos Aires, 1971, ns. 121 a 123; Lagomarsino, Carlos A. R., “Matrimonio”, en Enciclopedia Jurídica Omeba, t. XIX, p. 146, ns. 63 y 64, y “Los supuestos de inexistencia en el derecho civil argentino”, LL 115-984; Molinario, Alberto D., “De un supuesto de inexistencia matrimonial”, JA 1960-II-77.
C. 1ª Civ. Cap., 27/12/1929, JA 32-211.
Ver mi “Manual de derecho de familia”, 9ª ed., Abeledo-Perrot, 2009, º 193.
C. 1ª Civ. Cap., 18/3/1932, JA 37-1011; C. Nac. Civ., sala K, 22/2/1999, LL 2000-B-43.
Sup. Corte Bs. As., 8/8/1961, AyS 1961-III-477.
En tal sentido, Solari, Néstor E., “Análisis normativo de la ley 26618 de matrimonio civil”, en LL del 10/8/2010; Krasnow, Adriana N., “La custodia en la ley 26618. Una pérdida de oportunidades”, en LL supl. esp., “Matrimonio civil entre personas del mismo sexo”, agosto de 2010, pto. 3.2.
Zannoni, Eduardo A., “El matrimonio homosexual y los hijos”, difundido por Internet.
Ver mi artículo citado en la nota 3.
Zannoni, Eduardo A., “El matrimonio…” cit. en la nota 17.
Zannoni, Eduardo A., “El matrimonio…” cit. en la nota 17.
Zannoni, Eduardo A., “El matrimonio…” cit. en la nota 17.
El destacado en bastardillas me pertenece.
Núñez, Ricardo, “Manual de Derecho Penal. Parte Especial”, Ed. Lerner, 1976, p. 206.
Levene, Ricardo (h), “Manual de Derecho Penal. Parte Especial”, Ed. Zavalía, 1978, ps. 204/207.
Fontán Balestra, Carlos, “Tratado de Derecho Penal”, t. V, 4ª ed., Ed. Abeledo-Perrot, 2007, “Delitos contra la integridad sexual”, º 101.
C. Crim. Mendoza, sala 6ª, 22/10/1999, “Fiscal de Estado v. Cavalli Barboza, Julio C. s/ corrupción reiterada y acumulados”, en AP Online.
Sánchez, Alberto M., “La objeción de conciencia frente a la unión entre personas del mismo sexo”, LL del 10/8/2010.
Ver mi “Manual de derecho de familia” cit., cap. IX, n. 62.
Ver mi artículo “El matrimonio homosexual celebrado en el extranjero”, LL 2008-B-906.
Causa “Solá”, 12/11/1996, Fallos 319:2779.
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