EL DELITO JUVENIL
Jorge Trindade
Saludo.
Excma. Sra. Presidente del Congreso Juez Maria Fontemachi
Excmo. Sr. Vice-Presidente del Congreso y Decano de
Excmas. e Ilustrísimas Autoridades,
Señoras y Señores Congresistas,
Amigos todos.
Para mi dictar una conferencia en este Primer Congreso Latinoamericano de Niñez, Adolescencia y Familia es un gran privilegio. Es también una alegría utilizar este bellísimo auditorio y ocupar este espacio de intercambio y aprendizaje.
Pero todo esto impone la necesidad de estar a la altura de este momento de enorme responsabilidad y como tal lo acepto.
Desearía que mi lección despertáse su motivación e interés y que por lo menos una de mis palabras pudiera ser especial y tocar el corazón de cada uno de manera que saliéramos con alguna idea o sentimiento nuevo.
PRIMERA PARTE
El delito y la adolescencia. Generalidad teórica. Tipos básicos de delincuencia juvenil. Primeras conclusiones.
1. Introducción
El delito es el resultado concreto de la acción acumulada de diferentes factores. En el delito entran en escena contribuciones de base biológica, en la cual se incluyen elementos genéticos, endocrinológicos y neurológicos, de base sociológica, de la cual participan el ambiente, la cultura, el nivel económico, la configuración demográfica, las normas y los valores del grupo, de base psicológica, tales como aspectos familiares, vinculativos, relacionales, cognitivos, emocionales y tantos otros que interesan más directa o indirectamente con el delito en sí: una conducta definida en la ley que, si fuera practicada por una persona adulta, sería calificada como crimen.
Por otro lado, está la adolescencia, una etapa muy especial del ciclo vital, que constituye un período de vulnerabilidad a comportamientos de riesgo (las denominadas conductas ordálicas). En la adolescencia, la búsqueda de identidad y experimentación, las cuales acompañan la trayectoria de construcción de valores posteriores, implican extremos, acarrean tensión entre límites, pérdidas y contradicciones, aciertos y desaciertos.
- 1. Fundamentos teóricos generales
En primer plano, como muestran Moffitt (1993) y Moffitt y Caspi (2002), debemos considerar la distinción entre un tipo de delincuencia limitada a la adolescencia (adolescence limited delinquency) y otra formada por delincuentes juveniles de carrera (life-course-persistent delinquency).
La primera, generalmente es exploratoria y temporal, y se caracteriza por ser utilitaria y corresponder a una ruptura con los valores familiares en busca de protagonismo, siendo que su interrupción ocurre, espontáneamente con el fin de la adolescencia.
La segunda es de inicio precoz, persiste en varias etapas de la vida, y presenta mayor probabilidad de perturbaciones neurobiológicas y comportamentales, así como de influencia genética de los riesgos.
Además, importa referir la paradoja de Robins (1978), una vez que, por sabiduría de la naturaleza, la mayor parte de los niños antisociales no se vuelven adultos antisociales.
De hecho, existen tres factores que se relacionan con el desistimiento del comportamiento delincuente:
- El cambio del medio que proporciona nuevas trayectorias de vida, principalmente si el comportamiento antisocial no estuviera enraizado;
- los factores de compensación que protegen al adolescente, ofreciendo nuevas posibilidades;
y, finalmente,
- el éxito de programas de prevención y de atención a los niños y adolescentes infractores (ROBINS, 1978).
De esta forma, se nota que continuidad (persistencia) y cambio (fuga del proceso) son dos factores que se contraponen. La delincuencia de inicio precoz (precocious offenders/ early onset offenders) puede ser explicada por la conjugación de prejuicios individuales, prácticas educacionales ineficientes, y estructura social desfavorable, a la par de una mayor probabilidad de exposición a una gama de características emocionales negativas y a una serie de dificultades del neurodesarrollo, estilos parentales inadecuados, confusos y contradictorios o descontrolados para los niños (MOFFIT, 1993).
Diferentemente, la delincuencia limitada a la adolescencia sugiere que, después de un período de ajustamiento en la infancia, aparecen comportamientos antisociales en la pre adolescencia, los cuales serán, de una manera general, abandonados en el final de la pubertad. Se puede suponer que estos adolescentes no fueron expuestos a factores causales más significativos, fueron menos sometidos a la adversidad estructural, y que poseen un tipo de vinculación pro social adecuada y con menores probabilidades y ofertas desviantes.
También se puede imaginar que poseen mecanismos de compensación suficientes para hacer frente a los factores de riesgo eventualmente existentes y postergar su envolvimiento con la delincuencia para la etapa de la adolescencia, a donde llegan relativamente equipados para promover los movimientos de retorno a la vida de regulación. Pero, al mudar de la etapa de la infancia para la fase de la adolescencia, e iniciar el proceso de autonomía e independencia relativa a las figuras parentales, se vuelven vulnerables para enfrentar las ansiedades propias de esta etapa.
Por eso, la delincuencia queda limitada a la adolescencia (adolescence limited delinquency), una vez que estos jóvenes son portadores de un repertorio de competencias individuales, grupales, afectivas y normativas capaces de redireccionarlos para un guión de vida de acuerdo con las reglas sociales y jurídicas en vigor. Una vez que los comportamientos antisociales quedan restringidos a la adolescencia, en los casos en que no se revisten de gravedad, de intensidad, de polimorfismos y de significado regresivo, ellos no llegan a producir efectos negativos persistentes y las secuelas no serán profundas. La capacidad de resiliencia permitirá que, al final de la adolescencia, ellos ingresen otra vez en la trayectoria existencial adecuada y elijan alternativas pro sociales definitivas.
En la realidad, un comportamiento delincuente persistente se va desenvolviendo de modo progresivo y continuo en la medida en que el niño crece. Por otro lado, la conducta delincuente persistente produce efectos acumulativos en la historia de vida, tanto a nivel individual y familiar, como a nivel social y relacional, obstando oportunidades de acceso a estilos más positivos y reforzando la adopción de mecanismos de funcionamiento desviantes.
Al contrario, la delincuencia limitada a la adolescencia ilustra el fenómeno de cambio, una vez que, después de un período de ajustamiento en la infancia, estos adolescentes ingresan en una ruta de disfuncionalidad transitoria y circunscrita a las experiencias de la adolescencia.
En ese contexto, cabe referir los subtipos de Trastorno de Conducta traídos por el DSM-IV-TR (2003, p. 120 y siguientes), clasificados en:
- Tipo con inicio en la infancia, con la presencia de por lo menos un criterio de trastorno de conducta ocurriendo antes de los 10 años. Los individuos que se encuadran en este tipo generalmente son de sexo masculino, desafiantes, demuestran agresividad física y tienen relaciones perturbadas con sus pares. Son más propensos a tener Trastorno de Conducta y a desarrollar Trastorno de Personalidad Antisocial en la edad adulta que los que inician en la adolescencia. Muchos de ellos tienen Trastorno de Déficit de Atención/Hiperactividad concomitante;
b) Tipo con inicio en la adolescencia, definido por la ausencia de criterios propios de Trastorno de Conducta antes de los 10 años. La relación de hombres para mujeres es menor que para el Tipo con Inicio en
Otra posibilidad de clasificación es aquella que se da por la consideración del momento en que la delincuencia aparece, su cantidad, su gravedad y su persistencia, y fue considerada por Frèchette y Le Blanc (1987) y Le Blanc y Janozs (2002) bajo la tipología de carrera:
- Delincuencia esporádica u ocasional;
- Delincuencia explosiva;
- Delincuencia persistente intermediaria;
- Delincuencia persistente grave.
Para estos autores (1987, 2002), la personalidad delincuente no es única, y remitiría los tres síntomas que se entrelazan dinámicamente en un modelo jerárquico de desarrollo:
1. Enraizamiento criminoso: depende de la activación y del agravamiento. La activación puede ser: precoz, brutal, diversificada. El agravamiento pasa por cinco estadios: aparición; exploración; la explosión; conflagración y transbordamiento.
2. Disocialización: se trata de un modo de estar “al lado” de la sociedad, revelando una desinserción social, una incapacidad de unirse a los otros.
3. Egocentrismo: expresado como una falta de empatía, una incapacidad de encontrar resonancia con el otro, tendencia al aislamiento y acción de acuerdo a una lógica personal marcada por una percepción virada para sí mismo, insensible al sentimiento y a los derechos ajenos, rígida e innegociable.
3. Primeras Conclusiones
De esta manera, compartimos la idea con otros autores de que el adolescente puede llegar a practicar un acto delincuente sin ser un delincuente, de la misma forma que el adolescente puede llegar a tener contacto con el alcohol sin transformarse en un alcohólico o tener una experiencia con las drogas sin transformarse obligatoriamente en un drogadicto.
El acto delincuente en la adolescencia puede ser una experiencia de búsqueda de sentido y de límite, de la misma manera que puede ser un equivalente depresivo, una manera de enmascarar la depresión decurrente del abandono efectivo, emocional y familiar.
Entretanto, el acto delincuente, en la mayoría de los casos, simboliza un llamado para el padre. Es un grito convocatorio de presencia de un padre desertor. No se trata de la existencia de un padre biológico compuesto de cabeza, tronco y miembros, ni tampoco de un padre documental, pero más exactamente de una función, la función paterna, que, por la primera vez, inscribe en el niño las nociones fundamentales de ley, transgresión y culpa.
La delincuencia juvenil significa, entonces, un fracaso de función paterna, una forma insuficiente de internalizar valores y normas, y, por tanto, una incapacidad para simbolizar.
En este sentido, la delincuencia juvenil significa también un otro fracaso: el fracaso de lo imaginario, el fracaso de pensar los pensamientos. Por eso, el adolescente actúa. Actúa precisamente porque no consigue imaginar, porque no puede simbolizar, porque no es capaz de mediar el impulso y postergarlo, sino que está obligado a una descarga inmediata presionada por un presentismo incapaz de imaginar el futuro, y que le impone una sentencia: “yo hago lo que quiero, cuando quiero y como quiero”.
En ese aspecto, el adolescente delincuente es un sujeto concreto que hace porque no puede imaginar qué hace.
En nuestras investigaciones del año de 1997, con 804 adolescentes infractores severos de Porto Alegre, fue demostrado que el factor ausencia del padre, al lado de todas las otras variables de riesgo, representaba un impacto positivo para el desenlace aumentando 18,8 veces la relación de oportunidad para la delincuencia juvenil severa.
Nuestros estudios más recientes, realizados en 2008, con 345 adolescentes de la misma población, reafirmaron la hipótesis de la importancia de la figura paterna en el complejo fenómeno de la delincuencia juvenil. La ausencia del padre en la fracción de 44,3% en el grupo de adolescentes infractores contrastó significativamente con la ausencia del padre en el grupo no infractor en el orden de solamente 15,8%.
De esta manera, y sin considerar cualquier otro factor asociado, se puede notar que la ausencia de la figura paterna en el agregado familiar constituye un expresivo factor de riesgo para el desenlace Delincuencia Juvenil Severa.
Por último, es importante destacar que, desde el punto de vista comportamental, la desviación se organiza como un continuum que encuentra su expresión más extrema en la forma de delincuencia grave y persistente, siendo que, en el curso de la vida adulta, cuando instalada de manera estructurada, se puede manifestar clínicamente a través del Trastorno de Personalidad Antisocial y, más desafortunadamente, a través de Psicopatía, la forma más severa de predación humana (HARE, 2002; HARE e CRAIG, 2006).
Como muestra Hare (2009), el psicópata es como el gato que no piensa en lo que el ratón siente. El psicópata sólo piensa en comida. La diferencia entre el ratón y la víctima del psicópata es que el ratón siempre sabe quién es el gato.
SEGUNDA PARTE:
La figura paterna. La importancia de su función. Aproximaciones y distanciamientos entre Brasil y Argentina.
Cabe destacar que ningún factor de riesgo considerado de manera aislada es suficiente para explicar la delincuencia juvenil.
Conforme Farrington señaló (2006, p. 96), “el Estudio de Cambridge mostró que la delincuencia es apenas un elemento de un síndrome más amplio de comportamiento antisocial que tiende a persistir a lo largo del tiempo”, siendo que la cuestión de continuidad no depende apenas de los factores de riesgo, más de un equilibrio dinámico entre los riesgos, acontecimientos de vida, y factores de protección (FONSECA, 2004).
En cuanto a la cuestión de la figura paterna Wu y Kandel (1995), por ejemplo, en sus análisis, confirmaron la importancia de ambos padres en la formación de modelos y prácticas de socialización que contribuyen para el desarrollo de comportamientos desviantes de modo transgeneracional.
Bennett, DiJulio, y Walters (2006), en una perspectiva que se apuntó como nostálgica, subrayaron que, hasta la década del 50, el padre sabía mejor y sabía lo que era mejor (father knows the best). Entre tanto, estas creencias fueron profundamente fragilizadas, y los niños crecieron sin padre y sin autoridad que les enseñase a sentir dolor por el dolor del otro, a sentir satisfacción cuando actúan correctamente y remordimiento cuando hacen algo equivocado, caracterizando la pobreza moral de crecer siendo víctimas de negligencia por manos de adultos desviantes, delincuentes e criminosos.
En efecto, en nuestros estudios la ausencia del padre tuvo un peso mayor que la ausencia de la madre, bien como la privación del padre afectó más que la privación de la madre. Por otro lado, aquellos que tenían un vínculo afectivo con el padre también presentaron un riesgo menor para la delincuencia juvenil severa.
Como se sabe, la tentativa de buscar relaciones de causalidad entre ausencia de figura paterna y delincuencia juvenil no constituye una novedad. Cohen (1968) ya apuntó para ella. Estudios más recientes, algunos confortados por decisiones de los tribunales menores, procuran, con mayor seguridad, demostrar que la ausencia paterna es mucho más significativa en grupos de delincuentes juveniles que en la población joven en general.
Partimos, por tanto, de la idea de que la familia organiza la transmisión de valores, la cual fracasa en el delincuente juvenil. Si la madre presenta al hijo al padre, este lo presenta a la sociedad. Como expresan Kernberg (1993) y Amaral Dias (1980), la familia es un sistema regulador o irruptivo de la conflictualidad.
En ese sentido, suponemos que la delincuencia juvenil sea un fenómeno que, de entre muchos otros, expresa una desmedida en la falta o en el exceso de figura paterna. De un lado, la ausencia o privación conduce a un prejuicio de la función paterna; de otro, la pluralidad de figuras que presuntamente ejercen esa función crea una confusión en el imaginario del niño, la cual resulta sin saber de cierto a que ley se someter porque no consigue saber quien es ella.
En ese sentido, la ausencia y la privación de la figura paterna, en cuanto modelo de identificación, de diferenciación y de organización de vida mental, es referida por Amaral Dias (1980) para quien la ausencia del padre refuerza, en el mundo real, los sentimientos de triunfo, de poder y de inexistencia de límites, una vez que es la percepción del tercero, interdictando esta relación, que va a fundar la noción de ley, marcando la inserción del sujeto en el mundo de lo simbólico, del lenguaje o de la cultura.
El padre, en ese aspecto, es el otro que interviene en la relación especular y ahí introduce el orden simbólico. Más que contener la imago de la ley es su viva encarnación.
A través de la representación de la imagen del espejo, Lacan (ídem) muestra como se produce la metáfora paternante. En un primer momento, el niño se identifica como el objeto de deseo de la madre; se ve al espejo y no ve otra cosa sino a sí como igual a la madre, pues las imágenes están fusionadas. En un segundo tiempo, él ya reúne competencias para percibirse a él y a la madre como objetos separados, pero todavía están conectados simbióticamente el niño ve al espejo y se ve a él y a la madre; en un tercer momento, el niño ve al espejo y se ve a sí y a la madre, mas reflejada está la imagen del padre, – el tercero, el otro-, interdictando la relación inicial, subyugando el deseo, dictando la ley-del-padre, y forjando la identificación donde radica el súper ego, pues la renuncia al incesto y al parricidio marca el declino de Edipo, instaurando una relación privilegiada.
Al promover el pasaje del mundo de la naturaleza para el mundo de la cultura, el padre es reconocido por la autoridad de la palabra, por el nombre, nombre que supone toda una ideología, una tradición, el camino que va de los muertos a los vivos, de los muertos simbólicos a el que vive realmente (LACAN 1987 [1937]).
Una relación triangular inestable o inconsistente ira a perjudicar la vigencia de la ley, pues enmascarará su transgresión, trincando la dinámica de la culpa. La desagregación del lugar simbólico del padre, como representante de la ley, quedará perjudicada, una vez que ‘el padre tiene una función psicológica universal e inultrapasable, cual sea la de permitir al niño salir del estado de fusión con la madre, de cortar el cordón umbilical, hacerlo ingresar en el mundo del lenguaje y de la cultura’ (MUCCHIELLI, 2002).
Es importante mostrar que esta disfunción paterna puede suceder también frente a un padre percibido como descalificado o débil. En otros términos, depende de cómo la madre pronuncia el nombre del padre. La figura de un padre vagabundo, desempleado o borracho, por ejemplo, al lado de la separación, del divorcio y de simple desaparecimiento, son hallazgos frecuentes en la familia del delincuente juvenil.
El delincuente presenta un prejuicio de identificación, en especial de identificación secundaria, de la cual depende, como refiere Amaral Dias (1980), de la coherencia de la figura paterna, que da espacio al súper ego en cuanto lugar privilegiado de la culpabilidad. Por identificación se entiende, según Laplanche y Pontalis (1983 [1967]), “el proceso psicológico por el cual un individuo asimila un aspecto, propiedad o atributo de otro y se modifica, total o parcialmente, de acuerdo con el modelo ofrecido”, siendo que nociones confusas de identidad dificultan la noción de límite entre lo lícito y lo ilícito, entre lo prohibido y lo permitido.
El padre es, por tanto, el orden social. En cuando la madre es referida como una función anaclítica, la metáfora paterna es la instancia que produce las interdicciones. Es la ley, donde radica el registro legislativo y socializador.
En efecto, suponemos que la ausencia del padre real para mediatizar la relación del sujeto con la sociedad puede aumentar la probabilidad de una evolución inadaptada de personalidad en decurrencia de una incorrecta internalización de las normas de conducta y que un padre real fragilizado aumenta la culpabilidad, tornando el imperio de la ley mucho más cruel.
La noción de familia ampliada también contribuyó mucho para la comprensión del suplemento de la ausencia o privación paterna. Cuando existe un substituto eficaz, los efectos nefastos son siempre menos dañinos. Por otro lado, si el padre es el representante simbólico de la ley, el aparato social puede superar, por lo menos en parte, su ausencia, pues la sociedad dispone de figuras sociales (padre, juez, profesor, policía) e instituciones (escuela, iglesia, ejército, hospital, televisión) que proveen a los niños modelos de identificación. Siendo así, es la calidad del afecto de los padres, y no apenas su cantidad, que debe ser considerada. Entre tanto, cuanto más precoz y prolongada la ausencia o la demora en el encuentro de una figura efectivamente substituidora, más graves deberán ser las consecuencias.
La calidad de la relación con el padre, a su vez, también está relacionada con el nivel cognitivo del hijo y muchas veces con su propio rendimiento escolar. Más que eso, con la frecuencia a la escuela académica, en contraposición con la escuela de la calle. Padres instruidos valorizan más esa oficialidad, el modelo de aprendizaje formal, al mismo tiempo en que ofrecen mayor amparo y estímulo a la actividad educadora, siendo también más exigentes cuanto a las expectativas de éxito, a la par de factores de orden genético y económico, siempre asociados a un padrón de vida con mejores cualidades.
Por esas razones, la ausencia del padre constituye una variable muy compleja, de incontable valor, y mismo discutible cuando se trata de una investigación metodológica rigurosamente centrada, pues los constructos externos e internos no coinciden, salvo en los casos de patología grave, en que el imaginario es igual al real o viceversa. Además, la vida cotidiana contempla casos en cuales se verifican presencias ausentes, más reales de que aquellas determinadas por el desaparecimiento o por la muerte del padre.
Para nosotros, mas allá de las teorías de la transgresión, de la oralidad, del contenido narcisista marcado por el “yo hago”, y de la teoría de la falta, queda, por un lado, la idea de que la imposibilidad de adquisición de la noción de ley se deriva de una falla o prejuicio en el proceso de internalización de el grande no paterno fundador de la cultura y del orden, que el niño, no encontrándolo dentro de sí, va a buscar afuera, en el mundo exterior, una vez que es imprescindible un continente para sus contenidos. Por otro lado, el fracaso del padre, aquello que Grunspüng (1997) denomina padre desertor, típico de un padre perverso, vivenciado como una oceánica falta del padre, en el que produce la convocación de padre ausente, que es llamado por la conducta transgresora en la cual se da un pseudo triunfo sobre un pseudo objeto.
En primer lugar esta búsqueda se lleva a cabo dentro de la familia pero si ella también fallara, el siguiente camino va a ser buscar los límites exteriores de la escuela, “espacio imaginario embestido afectivamente, lugar privilegiado para el desplazamiento de los conflictos con las imágenes parentales” (LOPES, 1996). Sin embargo, si esa pauta accesoria de la educación por casualidad tampoco satisficiera las expectativas del niño, el recurrirá a las instituciones más severas, consecuentemente las del funcionamiento más primitivo, tales como la policía, la justicia o el hospital. Y si, en esa trayectoria de errancia, las deficiencias se acumularan, la delincuencia se establece como un conflicto de vida, como un grito de socorro, un pedido de ayuda, una tentativa desesperada de contención externa para los impulsos irruptivos incontrolables.
No pudiendo soportar el sufrimiento psíquico de un vivir mutilado por la ausencia de la ley, restará para el niño, inscrito en un mundo que es social y cultural, la alternativa inconsciente de la delincuencia como un síntoma. En medidas extremas, encontrará el camino de la locura, en cuanto forma de alienarse del mundo para aplacar el sufrimiento a que la condenación de estar marcado por la ley primera lo sentencia; o, entonces, buscará a la vía del suicidio, practicando directamente la interrupción de su propia existencia cargada de un dolor psíquico insoportable, o, indirectamente, realizando actividades peligrosas de confrontación con fuerzas punitivas implacables. En cualquiera de las dos hipótesis, destruyéndose a sí mismo antes de ser destruido.
Tal vez las contribuciones más importantes acerca de la delincuencia juvenil se puedan organizar, por un lado, bajo el punto de vista de la psicopatología, en aquello que se viene denominando, en el ámbito de las nuevas formas psicopatológicas de la adolescencia y de la juventud, “enfermedades de idealidad”, productos de la incapacidad de ultrapasar el movimiento edipiano cuyo objeto es situar en el aparato psíquico la función del ideal súper ego e ideal del ego (LOPES 1996). Las patologías de la idealidad pueden llevar al individuo a niveles muy arcaicos de regresión, expresados, de entre otras formas, en las tóxicodependencias y en las perturbaciones de carácter. En niveles con menor retroceso surge aquello que Luquet (1973) y Lopes (1996) denominan “patologías de anidealidad”, que se manifiestan en los jóvenes bajo la forma de falta de creatividad, sentimiento de vacío, ausencia de objetivos y de esperanza de vida.
Quizá la lectura más contemporánea de esta línea de pensamiento se encuentre en las decurrentes de la teoría de Bion (1963, 1989 [1975], 1991 [1962]), y en la de aquellos que la desarrollaron, principalmente en Amaral Dias (1993ab, 1997), que permite referir la delincuencia juvenil como una traba al pensamiento y un ataque a la realidad exterior.
Pensar, para Bion (idem), es un desarrollo impuesto a la psique por la presión de los pensamientos, pues los pensamientos son anteriores, o sea, existen previamente, y el pensar, como proceso, resulta de la capacidad para repensar los pensamientos.
De esta manera, la delincuencia como “acting” representa el fracaso del pensamiento a los niveles de la concepción y del concepto. Cabe decir, el adolescente delincuente juvenil actúa porque no tuvo la posibilidad de desarrollar el aparato para pensar los pensamientos.
En ese aspecto, es importante resaltar también, la contribución de Sá (1991) y de Luzes (1993), que igualmente relacionan a la dificultad de pensar y a la problemática de la mentalización con la actividad delincuencial. Si los pensamientos son anteriores a la capacidad de ser pensados, existen dos posibilidades, las cuales: estados que se manifiestan por los pensamientos y estados que se manifiestan por no pensamientos. Si en el nivel del pensamiento hay una conflictualidad permanente entre el pensamiento y el no pensamiento, este puede asumir tanto una expresión mental, una inhibición deficitaria de patología caracterial o de un no pensamiento organizado de forma delirante, cuanto una forma somática, expresiones que encuentran salida equivocada por la vía del cuerpo, de la conducta, especialmente bajo la forma de delincuencia.
En ese aspecto, Amaral Dias (1997) percibió una conducta delincuencial como forma de protección del dolor mental, modo primitivo de alivio del sufrimiento psíquico. El sujeto está incapacitado para manejar con las representaciones globales de los objetos y, por eso, pasa a la utilización de representaciones parciales, desplazadas y retorcidas, signos arbitrarios del comportamiento.
Por eso, la incapacidad de lidiar con el pensamiento implica negación de la realidad, impidiendo el acceso a la capacidad de abstraer. La incapacidad de pensar los pensamientos puede transformarse en lenguaje concreto, en conducta, en el cual la transgresión pasa a ser un código de vida; el delincuente un sumiso y no un rebelde.
En otras palabras, la incapacidad de pensar los pensamientos, de encontrar significado a aquello que anda en busca de nombramiento, encuentra salida en el gesto delincuente. El pensamiento permanece todavía concreto demás. Esta rigidez no representa nada más que el fracaso del imaginario, una patología de imposibilidad de pensar los pensamientos, una incapacidad para la fantasía expresada en el hacer debido a la imposibilidad de imaginar.
Por fin, es necesario percibir que la transformación del homo ludens en homo faber, en el itinerario civilizatorio, engendró una burocratización de la niñez, donde las motivaciones originales de jugar se descaracterizaron en un ritual de compromisos y obligaciones. El hombre se olvidó de jugar y los dictámenes socioculturales del establishment canonizaron la reprimenda de las inventividades lúdicas del adulto, mientras lo diametralmemente opuesto es exigido a los niños, que deben mostrar y exhibir sus juegos para gozo propio y regocijo sublimado de los adultos.
Parodiando a Nietzsche, la madurez del hombre consiste en encontrar la seriedad que cuando niño daba a sus juguetes. Bajo la égida que promulga un comportamiento estandarizado, en que todos son iguales y los iguales confieren a todo padrón normatizante, el hombre se tornó un ser gris, opaco, sin pasión, esterilizado en la libre expresión de su singularidad e irreproducible identidad: velis nolis, el hombre y la ilusión, y cuando pierde la capacidad de soñar, pierde su esencia. Se instala la barbarie y el gesto arbitrario. La violencia pasa a ser una reacción; la delincuencia el comportamiento que la expresa.
Acaso estaba equivocado Calderón de
Últimas consideraciones.
Con toda razón, cabría indagar cómo autores de líneas teóricas tan distintas como aquellos referidos en esta revisión podrían alinear contribuciones al fenómeno de la delincuencia juvenil. En realidad, la revisión teórica ensayada en esta conferencia tuvo un cuño apenas panorámico y enciclopédico, y tocó aspectos que, en teoría, son relacionables con la temática de la delincuencia, especialmente la juvenil, mostrando el denominador común que surge sobre la importancia de los factores precoces en la formación de la personalidad del delincuente.
Esta fue la línea maestra de la conducción de las referencias, y, en ese sentido, de la convergencia y de la conexión entre autores de diferentes abordajes teóricos. Y, si algún mérito puede haber en esta lectura, es aquel de, soportando las diferencias, imaginar la posibilidad de complementaciones.
Por supuesto, ninguna teoría parece tan completa que tenga la capacidad, por sí misma, de explicar todo acerca de este fenómeno multifacético de la delincuencia juvenil, mas también ninguno parece tan inconsistente al punto de no poder agregar ninguna contribución. Si eso no empareja teorías y, aún menos, a sus autores, tampoco oculta – al contrario, expone – que la cuestión de la delincuencia juvenil realmente se abre para un área de encrucijada.
Más allá de la problemática teórica todavía permanecería la pregunta acerca de las relaciones específicas que estas matrices podrían poseer en el seno de otra especificidad, en la delincuencia juvenil que, en algunos aspectos, separan a Brasil y a Argentina, pero en otros no.
De acuerdo, todas las formulaciones teóricas traídas hasta aquí con sus aproximaciones y sus distanciamientos deben incidir sobre una realidad que, a su vez, ora se toca ora se aleja. Una realidad que matiza de manera diferente la conducta de un adolescente infractor en Argentina y la de un adolescente infractor en Brasil.
En efecto, conforme demostramos, la delincuencia juvenil también está estrechamente vinculada con el tipo de sociedad.
Tómese, por ejemplo, la figura de los “niños de la calle”, un fenómeno típicamente brasileño que denota una infancia/adolescencia sin hogar, sin casa como referencia familiar, que solamente se constituye a partir de ese “no lugar” donde se vive que es precisamente la calle.
En este contexto, diferentes son los significados que pueden atribuirse a la relación precoz, a el vínculo, a los objetos parentales, a la noción de ley, de transgresión y de culpa, de aprendizaje y de cognición.
Otro ejemplo podría derivarse de la condición de nacer, crecer, transformarse en adolescente y adulto en la organización de las favelas. La noción de legalidad, moralidad e ideal de ego, por ejemplo, conforme ya mostró Santos (1988) bajo el prisma sociológico, no es la misma dentro del Estado favela, donde esta en vigor un “derecho del monte”, y aquel en el Estado oficial, en el que prevalece el “derecho del asfalto”.
Ser infractor o delincuente severo se torna un concepto muy relativo si se coteja entre estas dos facetas de la realidad. El capitalismo es hegemónico, pero se manifiesta de manera diferente en Argentina y en Brasil, donde se expresa por el abandono material y por el tráfico de niños.
Por supuesto, favela y asfalto también son dos caras de una misma moneda.
Como es sabido, el delito tiene formas humanas muy diferentes. Es la otra cara de la naturaleza humana y, de alguna manera, todos somos pasajeros de una realidad polimórfica que traspasa tanto la línea de asfalto como la densidad de la pampa.
Agradecimientos finales
Gracias por haberme permitido exponerles mis ideas sobre el delito juvenil y haberles planteado alguna duda. Si les parece, quizás podamos compartirlas.
Les agradezco su amable atención.
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